martes, 20 de octubre de 2009

Campos Elíseos

Aprendí a montar en bici en el salón de mi casa. Vivíamos en un séptimo piso de 70 metros cuadrados. Mi padre, temiendo que mi etapa de crecimiento dejara al velocípedo obsoleto demasiado pronto, hizo una inversión de futuro: compró el más grande que había en el almacén. Sillas, mesa de camilla, televisor, mueble bar, mesita auxiliar, cable de teléfono, dálmata de cerámica, manita de hermano jugando en el suelo… Todo, absolutamente todo, fue arrasado por la rueda delantera en repetidas ocasiones. A los dos meses de práctica y destrucción, logré controlar la máquina para sortear todo elemento enemigo. A los tres, ya estaba aburrido.

Durante el cuarto mes, animado por las gestas que veía en el Tour de aquel verano, sopesé la posibilidad de lanzarme a otros espacios. La bici no cabía en el ascensor; había que despojarla de las ruedas y el manillar, pero mi dominio había llegado a ser de tal magnitud que no me asustó tirarme escaleras abajo con ella.

Odio a la gente que tiene la manía de no cerrar las puertas. Los vecinos del segundo tenían tantos hijos (nueve) que no podían clausurar la salida de su casa porque no cabían; también porque algunos de los niños tenían que bajar a la calle a hacer sus micciones y deposiciones cuando algún ingrato hermano se demoraba en la salida del baño. Allí fue, casi en el final del recorrido, cuando quedaban tres escaleras para alcanzar la meta y me colé en casa de los Postigo. Recorrí un breve pasillo y fui a parar a la pantalla del televisor, justo cuando Armstrong levantaba sus brazos en señal de victoria a la llegada de los Campos Elíseos. Faltó besar a las chicas.

1 comentario:

  1. No se quite años, maestro, que cuando usted era pequeño y montaba en bici ganaba Bernard Hinault el Tour. Pero ese buen humor, ¿le viene desde entonces? ;)

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