El crucero irrumpió en la ciudad con vespertina naturalidad. El día había transcurrido sin sobresaltos: una jornada más como vigilante en las canteras del desierto y las 50 millas de retorno a casa, justo antes de que llegara la tormenta de arena que toca los jueves y que deja abandonados a su suerte a los que no alcanzan a tomar el último autobús de vuelta.
Quizás una medición errónea lo habría llevado por una ruta equivocada; tal vez la desidia de atracar en puertos mediterráneos desde hacía más de diez años condujo al capitán a llegar hasta aquí; o, tal vez, el cansancio acumulado del propio barco lo hizo aparecer frente a mi casa, como un elefante agrietado bajo el inextinguible sol de África, sin rumbo, sin faros, sin mar.
Quizás una medición errónea lo habría llevado por una ruta equivocada; tal vez la desidia de atracar en puertos mediterráneos desde hacía más de diez años condujo al capitán a llegar hasta aquí; o, tal vez, el cansancio acumulado del propio barco lo hizo aparecer frente a mi casa, como un elefante agrietado bajo el inextinguible sol de África, sin rumbo, sin faros, sin mar.
¿Puede una ruta ser equivocada o, en cambio, somos nosotros los que nos equivocamos de ruta?
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