lunes, 22 de febrero de 2010

Salto al vacío


El salto requería todo el talento atesorado por una familia de escarabajos peloteros de rancio abolengo. El insecto no sólo le confiaba la diana a la juventud de sus élitros y alas sino también a la selección genética que le había hecho llegar hasta ese mismo día. Saltar o no saltar. Tal vez lo más acertado fuera, en el mejor de los casos, seguir haciendo vida en la planta superior de la casa, donde la enredadera que caía desde la balda más alta de la biblioteca lo había nutrido en las últimas semanas. Luego venía lo de ver otros mundos, sortear peligros y conocer la llamarada color azul abismo del amor.
Esto último le dio ánimos para decidirse. Flexionó las patas traseras, se encomendó a San Francisco de Kafka, patrón protector de los coleópteros (no ése de Asís, tan burdamente encumbrado por hagiógrafos insulsos) y brincó con todas sus fuerzas.
También fue mala suerte el leve desajuste en la medida, el hecho de caer en el último escalón y que Alicia, siempre tan cuidadosa con las plantas, iniciara el ascenso hacia la biblioteca para regar la enredadera.
Ni el escarabajo ni Alicia oyeron el crujido.

sábado, 20 de febrero de 2010

Haiku


Los árboles trabajan el fuego
con sus manos.
Comenzamos de nuevo.

Viajamos tras el espejo
a la luz
de la sombra de un café.

Las hojas levitan
mientras los árboles
duermen.

El marco de la calle
baja en blanco y negro
tras el cristal.

Las piedras duermen;
los árboles sueñan;
yo, camino.

domingo, 7 de febrero de 2010

Tan nada


Zappeti había pagado unas cuantas miles de liras por traer el mármol de la cantera en la que había besado por primera vez a Laura. La desnudez de ella retornaba a su memoria tantas veces como las fumarolas del Etna se abismaban hacia el cielo de la isla. Pero, con el paso de los años, la memoria que atenazaba aquella noche se había visto destensada poco a poco.
La vida se le fue sentado en el café mientras husmeaba tras los visillos la vuelta de ella. Un día Laura desapareció para siempre. El abrupto comentario de que la insularidad era una condición para mediocres debería haberle hecho sospechar que no volverían a escurrirse hacia el paisaje marmóreo donde se susurraron los sueños.
Zapetti remueve el café; observa el pequeño y oscuro torbellino que él mismo ha creado en su taza. Frente a él se sienta el maestro Sforzi, el cantero artesano cuyos frisos han engalanado las fachadas de los últimos palazzi de la ciudad. Se criaron juntos, pero nunca fueron buenos amigos, tal vez porque reconoció su sombra abrazada a la sombra de Laura una de las muchas noches de aquel bello verano en que la luna retardó una semana el fin del plenilunio.
“Sólo tú la viste tan cerca como yo; sólo tú puedes devolvérmela. Pago tu traición y tu memoria. Tan poco y tan nada”.