jueves, 22 de abril de 2010

La luna de Spolyon


Pensé que sería una broma. La nave venía ambientada gracias a ese vodka destilado en la cámara de despresurización y todo el equipo se contagiaba del sentimiento festivo de la vuelta a casa. Supuse que sería una buena idea brindar por el comandante William, pues, al fin y al cabo, que todos supiéramos que estaba aquejado de una enfermedad terminal había hecho más fácil aceptar el error humano que lo había lanzado a la galaxia, conformando así una pieza más de toda la basura espacial que veníamos arrojando en los últimos 70 años. Pero nadie me siguió en el brindis. Cuando volví a lanzar mi copa al techo de la nave en busca de complicidad, Harry me miró fijamente y me dijo: “vuelve a pronunciar el nombre del comandante y te dejamos en la primera luna que veamos”. El alcohol ya había realizado su trabajo por mí: estaba completamente borracho como para dirimir si lo que Harry me había dicho formaba parte de sus inesperadas bromas o, por el contrario, se trataba de una amenaza en toda regla.
En el momento en el que me tiraban a la décima luna de Spolyon, alguien tuvo el arrojo de gritar:
“William no estaba enfermo; simplemente era insoportable, como tú”.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Aquella noche


Salimos a la terraza. El aire salobre que venía del mar atenuaba los efectos de la última copa de champán. Las primeras luces del Oriente estaban llegando a la costa y la densa masa violeta de los cipreses del jardín se desprendía de la quietud de la noche, ayudada por un enjambre de pajarillos que barbullaban entre las ramas. Algunos invitados estiraban desmañadamente sus extremidades sobre los brazos de butacas de mimbre pintadas de blanco. Entre ellos estaba Stuart, que, como pude comprobar, no sólo se había propasado conmigo: el ponche lo había dejado depositado sobre el atolondramiento de la ebriedad, el cual lo había despojado de toda elegancia.
Su silla tenía unas brevísimas ruedas para que pudiera transportarse de un lugar a otro del jardín y la terraza. En el flanco izquierdo, una escalera, sin el acompañamiento de la balaustrada que cernía el balcón, descendía hasta el roquedal, antesala de la playa.
Un simple empujón me sirvió para cerrar nuestra desafortunada historia. Confundirme conmigo misma; a mí, después del dineral que me gasté en la peluquería para aquella maldita noche.

martes, 2 de marzo de 2010

La soledad de los gatos


A ella le gusta traer a los hombres a casa con el mismo subterfugio: estoy sola; apenas tenía ganas de dar una vuelta y aquí me ves, tomando algo contigo cuando hace nada tenía una relación de la que estoy saliendo. Me he tomado tres cervezas en el baño antes de venir aquí. Es lo que hago cuando no tengo valor. Luego la rutinaria advertencia de te dejo dormir conmigo si eres bueno. Menuda estupidez. Llegan a casa, les sirve una copa caliente a la presa (nunca tengo hielo en el frigo cuando hace falta) y les cuenta lo de los bodegones (copio a Sánchez Cotán por aquello del vacío) y los bonsáis (me aficioné a ellos por él). Él es el de siempre, aunque no sé cuál de todos ellos exactamente. No creo ni que existiera alguna vez.
Una vez completada la ceremonia de recreación del pasado, vendrá la cama y la camiseta prestada para el nuevo él (no tengo otra; es un derviche en plena danza).
Por la mañana, todos corren a la floristería de abajo a comprar un ejemplar no demasiado caro que ella, previamente, ya le ha señalado a Pedro el dependiente como su mayor ilusión. Todos piensan que ella colecciona bonsáis… Qué ilusos. Por lo que a mí respecta, observo con desconcierto que este jardín creciente no me regala ratones. Los ratones acostumbran desde hace tiempo a dormir sólo con ella.

lunes, 1 de marzo de 2010

Un esperanzador desierto


El moribundo racionalismo no podía dar soluciones arquitectónicas de interés a una ciudad que había resuelto, por unanimidad, retornar a estadios intermedios de la historia de la edificación. La empresa ganadora del concurso para demoler los vestigios de los hijos de Le Corbusier se había llevado en último momento el suculento trofeo gracias a un detalle simple, aunque lo suficientemente efectista para que el revuelo que se pudiera formar entre los aguerridos defensores de la continuidad histórica sin saltos ni olvidos no quedaran desconsolados por la desaparición: telas con algún que otro fragmento de los escritos del francés cubrirían el cambio de estado de sólido a gaseoso de todas las estructuras. Sólo era el comienzo. Tras dilatadas pero apoteósicas demoliciones de estilos caídos en desgracia, la ciudad quedó virginalmente dispuesta a que los nuevos promotores comenzaran su trazado.
Pronto se percató un comentarista local de que se trataba de la devastación urbana realizada con más frialdad de todas las iniciadas en las ciudades atravesadas por el spleen que ellas mismas destilaban.
“Sin hitos arquitectónicos que marquen espacialmente el paso del tiempo, seremos inicialmente eternos; luego, ya veremos”, arguyó un constructor ante la muchedumbre que se agitaba al compás del viento. Tras ella, sin apenas nada donde clavar la mirada, se abría un esperanzador desierto.

lunes, 22 de febrero de 2010

Salto al vacío


El salto requería todo el talento atesorado por una familia de escarabajos peloteros de rancio abolengo. El insecto no sólo le confiaba la diana a la juventud de sus élitros y alas sino también a la selección genética que le había hecho llegar hasta ese mismo día. Saltar o no saltar. Tal vez lo más acertado fuera, en el mejor de los casos, seguir haciendo vida en la planta superior de la casa, donde la enredadera que caía desde la balda más alta de la biblioteca lo había nutrido en las últimas semanas. Luego venía lo de ver otros mundos, sortear peligros y conocer la llamarada color azul abismo del amor.
Esto último le dio ánimos para decidirse. Flexionó las patas traseras, se encomendó a San Francisco de Kafka, patrón protector de los coleópteros (no ése de Asís, tan burdamente encumbrado por hagiógrafos insulsos) y brincó con todas sus fuerzas.
También fue mala suerte el leve desajuste en la medida, el hecho de caer en el último escalón y que Alicia, siempre tan cuidadosa con las plantas, iniciara el ascenso hacia la biblioteca para regar la enredadera.
Ni el escarabajo ni Alicia oyeron el crujido.

sábado, 20 de febrero de 2010

Haiku


Los árboles trabajan el fuego
con sus manos.
Comenzamos de nuevo.

Viajamos tras el espejo
a la luz
de la sombra de un café.

Las hojas levitan
mientras los árboles
duermen.

El marco de la calle
baja en blanco y negro
tras el cristal.

Las piedras duermen;
los árboles sueñan;
yo, camino.

domingo, 7 de febrero de 2010

Tan nada


Zappeti había pagado unas cuantas miles de liras por traer el mármol de la cantera en la que había besado por primera vez a Laura. La desnudez de ella retornaba a su memoria tantas veces como las fumarolas del Etna se abismaban hacia el cielo de la isla. Pero, con el paso de los años, la memoria que atenazaba aquella noche se había visto destensada poco a poco.
La vida se le fue sentado en el café mientras husmeaba tras los visillos la vuelta de ella. Un día Laura desapareció para siempre. El abrupto comentario de que la insularidad era una condición para mediocres debería haberle hecho sospechar que no volverían a escurrirse hacia el paisaje marmóreo donde se susurraron los sueños.
Zapetti remueve el café; observa el pequeño y oscuro torbellino que él mismo ha creado en su taza. Frente a él se sienta el maestro Sforzi, el cantero artesano cuyos frisos han engalanado las fachadas de los últimos palazzi de la ciudad. Se criaron juntos, pero nunca fueron buenos amigos, tal vez porque reconoció su sombra abrazada a la sombra de Laura una de las muchas noches de aquel bello verano en que la luna retardó una semana el fin del plenilunio.
“Sólo tú la viste tan cerca como yo; sólo tú puedes devolvérmela. Pago tu traición y tu memoria. Tan poco y tan nada”.