miércoles, 17 de marzo de 2010

Aquella noche


Salimos a la terraza. El aire salobre que venía del mar atenuaba los efectos de la última copa de champán. Las primeras luces del Oriente estaban llegando a la costa y la densa masa violeta de los cipreses del jardín se desprendía de la quietud de la noche, ayudada por un enjambre de pajarillos que barbullaban entre las ramas. Algunos invitados estiraban desmañadamente sus extremidades sobre los brazos de butacas de mimbre pintadas de blanco. Entre ellos estaba Stuart, que, como pude comprobar, no sólo se había propasado conmigo: el ponche lo había dejado depositado sobre el atolondramiento de la ebriedad, el cual lo había despojado de toda elegancia.
Su silla tenía unas brevísimas ruedas para que pudiera transportarse de un lugar a otro del jardín y la terraza. En el flanco izquierdo, una escalera, sin el acompañamiento de la balaustrada que cernía el balcón, descendía hasta el roquedal, antesala de la playa.
Un simple empujón me sirvió para cerrar nuestra desafortunada historia. Confundirme conmigo misma; a mí, después del dineral que me gasté en la peluquería para aquella maldita noche.

martes, 2 de marzo de 2010

La soledad de los gatos


A ella le gusta traer a los hombres a casa con el mismo subterfugio: estoy sola; apenas tenía ganas de dar una vuelta y aquí me ves, tomando algo contigo cuando hace nada tenía una relación de la que estoy saliendo. Me he tomado tres cervezas en el baño antes de venir aquí. Es lo que hago cuando no tengo valor. Luego la rutinaria advertencia de te dejo dormir conmigo si eres bueno. Menuda estupidez. Llegan a casa, les sirve una copa caliente a la presa (nunca tengo hielo en el frigo cuando hace falta) y les cuenta lo de los bodegones (copio a Sánchez Cotán por aquello del vacío) y los bonsáis (me aficioné a ellos por él). Él es el de siempre, aunque no sé cuál de todos ellos exactamente. No creo ni que existiera alguna vez.
Una vez completada la ceremonia de recreación del pasado, vendrá la cama y la camiseta prestada para el nuevo él (no tengo otra; es un derviche en plena danza).
Por la mañana, todos corren a la floristería de abajo a comprar un ejemplar no demasiado caro que ella, previamente, ya le ha señalado a Pedro el dependiente como su mayor ilusión. Todos piensan que ella colecciona bonsáis… Qué ilusos. Por lo que a mí respecta, observo con desconcierto que este jardín creciente no me regala ratones. Los ratones acostumbran desde hace tiempo a dormir sólo con ella.

lunes, 1 de marzo de 2010

Un esperanzador desierto


El moribundo racionalismo no podía dar soluciones arquitectónicas de interés a una ciudad que había resuelto, por unanimidad, retornar a estadios intermedios de la historia de la edificación. La empresa ganadora del concurso para demoler los vestigios de los hijos de Le Corbusier se había llevado en último momento el suculento trofeo gracias a un detalle simple, aunque lo suficientemente efectista para que el revuelo que se pudiera formar entre los aguerridos defensores de la continuidad histórica sin saltos ni olvidos no quedaran desconsolados por la desaparición: telas con algún que otro fragmento de los escritos del francés cubrirían el cambio de estado de sólido a gaseoso de todas las estructuras. Sólo era el comienzo. Tras dilatadas pero apoteósicas demoliciones de estilos caídos en desgracia, la ciudad quedó virginalmente dispuesta a que los nuevos promotores comenzaran su trazado.
Pronto se percató un comentarista local de que se trataba de la devastación urbana realizada con más frialdad de todas las iniciadas en las ciudades atravesadas por el spleen que ellas mismas destilaban.
“Sin hitos arquitectónicos que marquen espacialmente el paso del tiempo, seremos inicialmente eternos; luego, ya veremos”, arguyó un constructor ante la muchedumbre que se agitaba al compás del viento. Tras ella, sin apenas nada donde clavar la mirada, se abría un esperanzador desierto.