miércoles, 17 de marzo de 2010

Aquella noche


Salimos a la terraza. El aire salobre que venía del mar atenuaba los efectos de la última copa de champán. Las primeras luces del Oriente estaban llegando a la costa y la densa masa violeta de los cipreses del jardín se desprendía de la quietud de la noche, ayudada por un enjambre de pajarillos que barbullaban entre las ramas. Algunos invitados estiraban desmañadamente sus extremidades sobre los brazos de butacas de mimbre pintadas de blanco. Entre ellos estaba Stuart, que, como pude comprobar, no sólo se había propasado conmigo: el ponche lo había dejado depositado sobre el atolondramiento de la ebriedad, el cual lo había despojado de toda elegancia.
Su silla tenía unas brevísimas ruedas para que pudiera transportarse de un lugar a otro del jardín y la terraza. En el flanco izquierdo, una escalera, sin el acompañamiento de la balaustrada que cernía el balcón, descendía hasta el roquedal, antesala de la playa.
Un simple empujón me sirvió para cerrar nuestra desafortunada historia. Confundirme conmigo misma; a mí, después del dineral que me gasté en la peluquería para aquella maldita noche.

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