miércoles, 28 de octubre de 2009

Espirales


De tarde en tarde, nos sentábamos a jugar a las cartas en aquel poyete lleno de verdina. Los tres, resueltos muchachos en pos del azar, nos jugábamos a las cartas las canicas, el sacapuntas metálico, una estampa de Arconada o algún que otro cachivache encontrado de vuelta del colegio. Todo lo que sé de la masturbación, de cómo gustar a una chica, o de cuál de todas las higueras regalaría sus frutos primero lo aprendí con la espalda pegada a la puerta verde. Ante la propuesta vana de dar todos el primer beso bajo su dintel, los tres respondimos que sí.

Nunca hubo nadie tras la puerta, porque siempre dimos como bueno que así fuera. Acordamos la inexistencia de personas tras ella, como también aceptamos que nadie atravesaría el umbral para increparnos por el barullo infantil que montábamos todos los atardeceres.

Aún hoy, cuando la nostalgia me lleva a los ámbitos azules de la niñez, paso por delante de aquella puerta. Una mano ha pintado sobre los cuarterones tres espirales en justa memoria de los que allí nos batimos en amistad. Las recorro con el dedo hasta llegar al centro y luego desando el camino hacia fuera. Me da miedo mirar por la cerradura llena de herrumbre o pegar el oído para escrutar en el viento que sale de ella alguna voz. Temo oír palabras familiares salidas de mi boca hace
, quizás, una eternidad.

1 comentario:

  1. Un bello relato, amigo Manolo. Es apabullantemente cierto que la rememoración del pasado inasible causa vértigo. Yo prefiero no regresar a los sitios de la infancia para que la realidad no acabe ensanchándolos y deformándolos, privándome del placer de seguir idealizándolos para siempre.

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