lunes, 19 de octubre de 2009

Luces de la gran ciudad


Tras la catástrofe, el último recuerdo es el más vivo y el más duro. Las máquinas llegaron temprano. El bostezo cobrizo del sol desalaba de escarcha las ventanas. Nos dieron tiempo para tomar lo más preciado: para mí, las últimas flores del jardín trasero; para mamá, una caja de lata repleta de fotos.

Después de acomodarnos en el excelente piso-estudio que la constructora nos ofreció “en régimen de alquiler con derecho a compra”, mamá sacó algunas de las fotos de la lata. Dispuso cuatro de ellas sobre una mesa baja del nuevo salón: la primera, agrietada y comida por la polilla, mostraba una calle a medio adoquinar por donde corrían chiquillos enclenques y mal vestidos; la segunda era de color sepia y recogía una escena familiar dentro de un patio de vecinos; la tercera, perfilada por un borde blanco que contrastaba con la negrura de la imagen, parecía más antigua que las anteriores, y ofrecía los restos de una pequeña casa de pueblo; y la última, a color, parecía recién llegada al universo. En ésta se podía observar el cielo azul, azul como el último aleteo de una llama de gas a punto de extinguirse. “Siempre nos vamos de donde crecen las flores”, dijo mi madre. Luego recogió las fotos, salió al balcón y se asomó a ver las luces de la gran ciudad.

3 comentarios:

  1. La realidad es cruel con los países más pobres, que no cejan en su empeño de plantar flores cada vez que la diosa Naturaleza les apalea hasta dejarlos tumbados boca abajo. Pese a que el Primer Mundo sigue vuelto de espaldas, ellos miran al cielo y siguen sonriendo. Estación Claridad. Vamos llegando.

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  2. El exilio, siempre el exilio, aunque sea cercano, es una constante onerosa.

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  3. me habéis emocionado.... gracias por estos regalitos...

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