
Durante el cuarto mes, animado por las gestas que veía en el Tour de aquel verano, sopesé la posibilidad de lanzarme a otros espacios. La bici no cabía en el ascensor; había que despojarla de las ruedas y el manillar, pero mi dominio había llegado a ser de tal magnitud que no me asustó tirarme escaleras abajo con ella.
Odio a la gente que tiene la manía de no cerrar las puertas. Los vecinos del segundo tenían tantos hijos (nueve) que no podían clausurar la salida de su casa porque no cabían; también porque algunos de los niños tenían que bajar a la calle a hacer sus micciones y deposiciones cuando algún ingrato hermano se demoraba en la salida del baño. Allí fue, casi en el final del recorrido, cuando quedaban tres escaleras para alcanzar la meta y me colé en casa de los Postigo. Recorrí un breve pasillo y fui a parar a la pantalla del televisor, justo cuando Armstrong levantaba sus brazos en señal de victoria a la llegada de los Campos Elíseos. Faltó besar a las chicas.
No se quite años, maestro, que cuando usted era pequeño y montaba en bici ganaba Bernard Hinault el Tour. Pero ese buen humor, ¿le viene desde entonces? ;)
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